lunes, 22 de febrero de 2016

El Riachuelo de Quinquela

Por Lorena Suárez y Marta Sacco
(Publicado en "El Riachuelo de Benito Quinquela Martín", editado por Museo Quinquela Martin y ACUMAR, noviembre 2015)

Recrear a Benito Quinquela Martín, imaginarlo ahí, por el barrio de La Boca, por sus calles, por la ribera, e intentar ver el mundo desde sus ojos, con sus colores, con sus matices y con el Riachuelo de escenario no es tarea sencilla. Por eso, fuimos en busca de quienes tuvieron la fortuna de compartir pequeños fragmentos de su paso por este mundo, es decir, su río y su barrio.
Con el mítico bar Roma de escenario, conversamos con Ramón Ayala (artista, músico y pintor), con Rubén Granara Insúa (vecino oriundo de La Boca, Presidente de la III° República de La Boca y director del Museo Histórico del barrio) y con Rodolfo Edwards (poeta y periodista). No hizo falta insistir; ni bien los convocamos, nombramos a Benito, al Riachuelo y, mágicamente, estábamos ahí, café de por medio, recreando a Quinquela…
Muchas veces se lo presenta como el pintor de La Boca del Riachuelo, su pintor por excelencia, pero ¿qué significaba el Riachuelo para él? ¿Qué representaba ese río en la vida cotidiana de los barrios que se erigieron en sus márgenes, en la época en que produjo lo más fructífero de su obra? ¿Por qué el Riachuelo merecía ser retratado? ¿Cómo era el Riachuelo cuando lo pintaba?
Ayala lo define con una palabra: “maestro”, y la palabra requiere ser contextualizada. Ramón estudió en la escuela primaria que Quinquela creó en La Boca, frente al Riachuelo, para “los pibes” que como él, quisieran durante su infancia dedicarse a la pintura. “Cada aula tenía un mural de Quinquela”, recuerda. “Por eso, era muy común estar estudiando con el profesor y que el pintor entrara con algún invitado, a quien quería mostrar su mural. Y así, de repente, estaba entre nosotros, veía nuestros trabajos, los comentaba. Era una figura muy presente en la escuela”.
La teoría de Quinquela era que si los niños estaban en contacto con los murales en las aulas, ese contacto con el arte les despertaría curiosidad y los estimularía artísticamente. Edwards afirma que en su caso esa teoría se cumplió. Cuenta que de niño era muy amigo del hijo del portero de la escuela. “Los fines de semana yo iba a jugar al colegio con él. Andábamos por los pasillos, por las aulas y, a veces, íbamos al último piso a ver a Quinquela, a espiarlo; lo veíamos trabajando en su casa que estaba en el último piso. Eso marcó mi vida, estar empapado de arte todo el tiempo durante la infancia un poco también me llevó a ser artista”, afirma.
En cuanto a su relación con el Riachuelo son muchos los rumores que circulan en el barrio: que un día chocó y casi hundió su embarcación-taller; que no sabía nadar, que repetía frecuentemente que él al río solo podía pintarlo, que no quería árboles en la ribera ni le agradaban los puestos de venta de sandía, que frecuentemente se establecían al pie del Puente Transbordador.
Granara Insúa define a Benito como “el hacedor de la ribera”. Recuerda un día, a fines de los años ‘60, una charla con Quinquela: “Yo era muy joven pero él no me tuteaba. Era la hora del atardecer y se veían los reflejos del sol en el agua del Riachuelo, entre dos barcos. Me dijo: '¿Vió que todos hablan de los colores de Quinquela? Ahí están los colores de Quinquela. Yo no los inventé. ¡Están! ¡Vea! ¡Están!', me señalaba entusiasmado. Por eso yo siempre digo que La Boca no era un barrio gris al que Quinquela dio color. La Boca siempre tuvo color: las casas, la ropa colgada, la vestimenta. El simplemente lo inmortalizó”.
Para Ayala, “sin el río no existiría Quinquela. Benito es una extensión del río, que a la vez es un espejo del cielo. Él pudo ver sus distintos colores, captó sus luminosidades pero también sus sonoridades. En su obra hay sonidos de proas, murmullos de distancias, de países, de historias, de culturas”. Esas sonoridades que menciona Ramón eran las que bordeaban al Riachuelo y su puerto, una zona de mucha actividad comercial, repleta de almacenes navales, de astilleros, de cantinas, de gran tránsito de obreros y marineros. De manera similar, Granara Insúa hace énfasis en los sonidos: “En La Boca todos cantaban. Cantaban las mujeres que lavaban ropa en los patios, cantaban los boteros que cruzaban gente de un lado a otro, cantaban los obreros del puerto, especialmente cantaban sonatas. Esta zona era un lugar muy alegre”, recuerda.
Gran parte de la población de los barrios cercanos al río, en especial de La Boca, era gente muy ligada al puerto. El propio Quinquela se desempeñó como trabajador portuario, cargando y descargando carbón. Granara Insúa cuenta que su familia tenía un barco amarrado en el puerto y que era muy común salir a navegar los domingos, cocinar a bordo, ir hasta el puerto de La Plata. El padre de Edwards era marino, combatió en la guerra civil paraguaya del año ‘47. “Mi viejo estuvo en la fuerzas que perdieron y se tuvo que venir para Argentina a vivir con toda la familia, vivíamos en Almirante Brown y Martín Rodríguez, en un conventillo. Se vino acá a trabajar de obrero marítimo. Él fue bajando por el río y llego acá a La Boca, por eso yo digo que vengo bajando por el río”. Esta es la misma historia de su madre, que llegó al barrio desde Corrientes, y de la familia de Ayala, oriunda de Misiones, y venida al sur también a trabajar en las fábricas y negocios del puerto, un lugar poblado de tantos inmigrantes del país y del mundo, llegados también en busca de un medio de vida.
El puerto de La Boca, desactivado en los años ‘70, fue clave en la vida de Quinquela, quien se definía como “artista de barrio y carbonero del puerto”. Granara Insúa considera que “el puerto y el río son la existencia de La Boca” y recuerda que “La Boca y el río estuvieron en contacto permanente. Caminar por la ribera era el paseo obligado de los domingos. Cuando éramos niños nuestra distracción era ir al puerto, hablar con los marineros, pedirles monedas de los distintos países”.
Edwards recuerda que le encantaba ir a la Isla Maciel. Cruzar el río era toda una aventura. “Ahí tenía compañeros de colegio y jugábamos a la pelota del otro lado. Una vez, jugando al lado del Riachuelo, una pelota que era mía se cayó al río. Había un buque ruso y trataron de salvar la pelota. Son imágenes que a uno le quedan…”.
Ayala también recuerda su infancia en Dock Sud, los cruces en la barquilla del Transbordador rodeado de obreros, familias, niños; recuerda los baños en el Riachuelo, las escapadas y corridas cuando algún vecino propietario de las fincas del lado de Avellaneda los encontraba trepados a algún árbol, robando frutas. Recuerda los colores, los personajes, los escenarios: “Yo viví en un conventillo en el Docke, en Irala y Facundo Quiroga; eran los años ‘40. Cuando había mucho viento teníamos que sujetar bien las chapas porque se volaban”, recuerda sonriente, como si no pudiera creer lo que recuerda.  En esos años sucedió la mayor inundación por una crecida del río y fue una de las pocas veces que Dock Sud se inundó. “Fue terrible. Recuerdo que un vecino me cargó en sus hombros y así desde arriba yo podía ver cómo la gente corría a preservar sus cosas. La inundación no era muy común en el Docke, la gente no estaba acostumbrada y solo pensaba en sobrevivir”.
Granara Insúa recuerda que para los niños de La Boca las inundaciones eran una fiesta. Las camas se ponían sobre las mesas, “en casa teníamos 4 pianos”, recuerda. “Los levantábamos con sogas que colgábamos a la tirantería del techo. Una inundación me acuerdo que el tirante se rompió y uno de los pianos se vino abajo”, sonríe. “Las inundaciones eran momentos de mucha solidaridad entre los vecinos. Las familias acomodadas organizaban colectas de ayuda, los vecinos que vivían en las plantas altas alojaban a los de planta baja, que eran los más perjudicados. Los que tenían botes salían a hacer las compras para todos, les encargaban pan, leche, lo que necesitaran”.
Ese espíritu solidario y obrero era también parte de los bordes del Riachuelo. Ayala recuerda que “cuando tenía 15 años, mentí mi edad -dijo que tenía 18- para entrar a trabajar en el frigorífico Anglo, que se ubicaba en la ribera del Riachuelo del lado de Avellaneda. Allí trabajé unos meses hasta que pude comprarme mi primera guitarra. Yo llevaba las menudencias en un carro y ahí unos hombres gigantes superabrigados y con guardapolvos blancos, recibían los carros y los llevaban a las cámaras frías”. Así pude comprar mi guitarra y tomar clases para aprender a tocarla. Mi profesor era también calafatero de barcos y trabajaba en el puerto. Recuerdo sus manos duras, llenas de cayos. Era un italiano. Se llamaba Tucci”.
Quinquela, el barrio de La Boca, el Riachuelo son presencias muy fuertes en la vida de los tres: Edwards, Ayala y Granara Insúa; todos, al hablar del entorno portuario que tan presente está en la obra de Benito, hacen referencia a su infancia, a esa época de prosperidad, de ebullición social, de mucha efervescencia. “No lo podés evitar, estaban todo el tiempo ahí. Siempre vuelvo al barrio, nunca me fui”, explica Edwards.

Ayala vuelve a recordar su trabajo en el frigorífico, “convivíamos con el Río, trabajábamos miles de obreros en la producción de carne, hasta que llegaban los barcos ingleses y se llevaban “todo”.  Y ese “todo” queda ahí revoloteando en la contradicción. No todo, pienso. Está Quinquela, está el Riachuelo…

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